Sunday, March 03, 2013

La Iglesia del futuro por: Óscar A. CAMPANA

No sé cómo será la Iglesia del futuro. Sólo sé cómo la sueño. Si aún hay un lugar para un sueño histórico-teológico, aquí va uno. Invito a las personas y comunidades que lean estas líneas a soñar conmigo, para que, quizás un día, soñemos todos el mismo sueño.

La Iglesias locales

La Iglesia del futuro será aquella del pasado, aquella que el Concilio Vaticano II insinuó: una comunidad de comunidades. La Iglesia será, ante todo, la Iglesia local. Cuando pensemos a la Iglesia la imagen que asomará ya no será la de la pirámide sino la de la reunión. La Koinonía-Comunión será su nombre propio.

Para esa altura, habrán desaparecido ya los ordinariatos castrenses –resabio escandaloso de las cruzadas–, y las prelaturas personales.

No habrá otra dignidad en la Iglesia que la de ser bautizado y no habrá otra pertenencia que no sea la de una comunidad. Porque la Iglesia del futuro habrá comprendido que el sueño de comunión del Vaticano II sólo es posible si cada Iglesia local es a la vez ella misma comunidad de comunidades. Y más allá de los nombres que éstas reciban, resultará claro que la Iglesia es lo que hace, y lo que hace es crear comunidad allí donde se encuentre. Sólo la comunidad es el lugar de la Teo-fanía, porque sólo en ella puede manifestarse un Dios que en lo más profundo de su ser no es una soledad inmóvil, sino comunión de un Padre y un Hijo en la dinámica del Espíritu. Por eso la Iglesia incesantemente alentará en la historia de los seres humanos la utopía de la fraternidad de la que nos da cuenta todo el Nuevo Testamento.

El obispo de Roma


Un día, en la Iglesia del futuro, todos se habrán dado cuenta que la curia romana no tenía sustento teológico. Y entonces se disolverán los dicasterios, las secretarías y las pontificias comisiones. “La guardia suiza” será el nombre de una chocolatería, y la carrera diplomática de la santa sede será considerada una aberración no menor a la inquisición y a las cruzadas.

Ya no habrá príncipes de la Iglesia ni capellanes de su santidad. El papa dejará sus aposentos apostólicos y se retirará a San Juan de Letrán. La basílica de San Pedro será el templo de todos y el patrimonio artístico del Vaticano pasará a manos de la Unesco.

El papa será, más que nunca, el obispo de Roma. Se encargará, como todo obispo, de los problemas de su diócesis, a la que caminará incesantemente renunciando al papamóvil, sin olvidar que, como decía en el siglo II Ignacio de Antioquía, es el obispo de la iglesia local que “preside a las otras en la caridad”.

Cada tanto se reunirá con los otros obispos, quienes lo visitarán espontáneamente, sin agenda ni protocolos. Cada tanto ocupará su lugar en el Consejo Mundial de Iglesias. Y cuando el obispo de Roma muera, y como ocurrirá con todos los obispos, las comunidades de su diócesis, a través de los presbíteros y con el consentimiento de los demás obispos de la región, elegirán a su sucesor, quien no se le cambiará el nombre ni se le agregará un número.

Las Iglesias hermanas

En la Iglesia del futuro dejará de hablarse de ecumenismo. Porque ya no hará falta. Las distintas iglesias habrán aceptado sus diferencias y convivirán en el mutuo respeto, en el fecundo diálogo y en el compromiso común. Dejarán de disputarse a la gente como si fuera un botín y tratarán de dar el testimonio de la unidad desde la diferencia.

Ya no habrá comisiones teológicas que acerquen posiciones porque no habrá posiciones que acercar. Se reunirán para celebrar el pan de la Palabra y de la Eucaristía orando juntos a Dios “para que todos sean uno” (Jn 17,3). Y darán testimonio de Cristo en medio de la vida y del sufrimiento de los más pequeños.

Los ministerios

En esa Iglesia del futuro, comunidad de comunidades, toda ella bautismal, habrá estallado la pluralidad de los ministerios en la unidad de la fe, la esperanza y el amor. Por fin habrá caído el muro o el escalón que separaba al clero y al laicado. La Iglesia será, toda ella, pueblo de Dios. Y lo será realmente en cada uno de sus miembros.

Por fin se habrá comprendido la necesidad y la importancia de distinguir en el sacerdocio entre el carisma del celibato y el ministerio. Y como aún ocurre en la Iglesia que está en Oriente, habrá sacerdotes casados y sacerdotes célibes. Su formación no se hará en el aislamiento de un claustro sino en medio de la vida de la sociedad y de las comunidades. Y, como Pablo, trabajarán para ganarse su pan. El diaconado le habrá mostrado a la Iglesia que toda ella es diácona, servidora. Y este ministerio, el primero que la Iglesia se dio a sí misma, será el más anhelado por los cristianos. Los teólogos enseñarán sin otra condición que la de su compromiso con las comunidades, dejando atrás el modelo aún vigente del teólogo medieval, el “escolástico”, y volviendo al de la Iglesia de los primeros siglos, el del “teólogo-pastor”.

La catequesis, la liturgia, la lectura de la Biblia, la espiritualidad y las diversas formas de piedad popular habrán dado lugar a una gran variedad de ministerios surgidos en el seno de las comunidades y para el servicio de las mismas.

La mujer


En esa Iglesia ministerial las mujeres ocuparán un lugar nuevo y destacado. Saldrán de la sombra a la que tantos siglos de machismo y de lectura masculinizante de los escritos cristianos las habían confinado.

No habrá diversidad de sexos en los ministerios, ni siquiera en el sacerdotal. Nadie ya podrá decir que “la mujer no puede ser signo personal de Cristo porque Cristo fue varón”, como si la gracia de Dios fuera sexuada y sólo se comprendiera desde el género masculino.

Porque en la Iglesia del futuro Dios será celebrado como el Padre misericordioso que nos prepara la fiesta del reencuentro y el perdón y también como la Madre que entrañablemente nos abraza en su regazo. Tras tantos siglos de sexismo y capellanocracia, la Iglesia del futuro será profundamente comunitaria, ministerial y femenina.

La Biblia


En la Iglesia del futuro se recordará al Concilio Vaticano II como aquel que devolvió la Biblia al pueblo de Dios. Y en él, ella hizo su camino. Su lectura en las comunidades hizo descubrir en ella nuevos sentidos que estaban allí, esperando su momento. Ella alimentó la oración y el compromiso. El pueblo supo leerse en sus palabras y releerse en la historia que ella nos relata.

En ella los creyentes se reencontraron con aquel Dios misericordioso que atraviesa todas sus páginas: desde aquel que escuchó el clamor de la sangre de Abel hasta el que, en el final de la historia, enjugará todas las lágrimas. En ella habrán redescubierto el drama de Jesús de Nazaret, el profeta itinerante que no tenía donde apoyar su cabeza pero que ofreció su pecho para que el discípulo apoye la suya en él. Aquel que celebró al Dios que reveló sus secretos a los pequeños y sencillos, los pobres con los que él se identificó hasta el punto de compartir su suerte.

En la Iglesia del futuro el pueblo de Dios, comunidad de comunidades, con la Biblia en la mano, sabrá hacerse él mismo libro abierto en el que Dios siga siendo contado a los seres humanos como relato viviente de amor y misericordia.

Los pobres


La Iglesia del futuro habrá experimentado que en su cercanía a los pobres estaba toda su credibilidad y autenticidad. Y que sólo así ella podía ser, como lo quería Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II, “la Iglesia de los pobres”:

“Para los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como la Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres” (Juan XXIII, Radiomensaje del 11 de setiembre de 1962, Ecclesia Christi 3. “El misterio de Cristo en la Iglesia es siempre, pero sobre todo hoy, el misterio de Cristo en los pobres, ya que la Iglesia, como dijo el Santo Padre Juan XXIII, es la Iglesia de todos, pero especialmente ‘la Iglesia de los pobres’”: Cardenal Lercaro, intervención del 6 de diciembre de 1962).

La teología de la liberación será recordada como la expresión de aquella Iglesia que mejor comprendió las insinuaciones del Espíritu que salpican aquí y allá el texto conciliar:

“Cristo fue enviado por el Padre a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos, para buscar y salvar lo que estaba perdido; así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo.” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 8).

“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los seres humanos de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 1).

Ya nunca más la Iglesia estará del lado de los poderosos. Nunca se sentirá “mediadora” en los conflictos que involucren a los más desprotegidos: ella estará a su lado. Por fin sentirá su misión como la del buen samaritano, haciéndose signo visible del Dios que en su regazo consolará todo el dolor de la historia, del Dios que no tiene otra perfección a ser imitada que la de la misericordia. Desde su lugar junto a los pobres celebrará espontáneamente, y sin causas ni procesos, a los santos y a los mártires de los desheredados, como Angelelli, Romero y Proaño. Y luchará con todas sus fuerzas contra las causas de la pobreza y la opresión.

La Iglesia será ella misma de los pobres, que, como quienes toman posesión de una casa, habrán acomodado todo a su gusto. Y la Iglesia, por lo tanto, será ella misma pobre, no como fruto de un “voto”, sino como natural consecuencia de su conversión.

Los derechos humanos

Desde su fidelidad a los pobres la Iglesia del futuro querrá estar acompañando el compromiso de los hombres de buena voluntad por los derechos humanos, en nombre de aquel Dios que, como nos dice Santiago en su carta, no hace acepción de personas, porque en Cristo Jesús decía Pablo ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni ciudadano libre, ni hombre ni mujer…

La Iglesia podrá dar la cara por otros porque en su propio seno los derechos de todos serán tenidos en cuenta: ella respetará la libertad de conciencia de los creyentes en los más variados temas y circunstancia, tomando muy en serio que la conciencia es el “santo de los santos” donde en cada ser humano Dios se manifiesta (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 16).

En nombre de quien vino a liberarnos para ser libres la Iglesia no estará defendiendo su lugar y sus privilegios sino que será servidora de todos y testigo de la vida allí donde ésta se manifieste. Ya no cerrará sus puertas a Raquel que llora a sus hijos, sino que ella misma tendrá una pañuelo blanco en su cabeza. Ya no cerrará sus puertas a nadie, porque su casa, anticipo de la patria definitiva, será la casa de todos.

La Iglesia, taller abierto hacia el futuro

Despertando de mi sueño me encuentro con este texto escrito hace ya unos cuantos años por el cardenal Roger Etchegaray:

“… la Iglesia es capaz de encontrar las huellas del Evangelio en el peregrinar de las personas y de los pueblos. Pero cuanto más se adapta a los tiempos, con mayor razón debe dejar traslucir su aspecto original. El hombre moderno, con frecuencia decepcionado o traicionado por sus propias obras, espera mucho de la Iglesia, mucho más de lo que él mismo declara o incluso piensa. La Iglesia no puede tratar de seducir una clientela; ella sabe, desde luego, que el mundo la superará en todos los campos. Ante los retos gigantescos de este mundo, la Iglesia es como el pequeño David ante Goliat. ¿Qué tiene ella, que el mundo no pueda brindarse a sí mismo? ¿Qué será ella, que no pueda ser inventado por el mundo?

La Iglesia no contesta a todos los interrogantes, pero llama a todos a que vayan más lejos, hasta las extremidades de lo humano. No traza un camino suyo propio, sino que abre un taller cada vez más amplio, hasta más allá del año 2000. No da oro ni plata, pero en nombre de Jesucristo dice: ‘levántate y anda’. Ofrece, sencillamente, el encuentro con el Resucitado, con Aquel que despierta y sacia, al mismo tiempo, un hambre de justicia más profunda que aquella de los seres humanos. Una Iglesia que enseñara a las personas sólo aquello que pueden aprender por sí solas, llegaría pronto a ser una Iglesia insignificante, carente de interés, no sería Iglesia.

¡Feliz Iglesia peregrinante en la edad nuclear, pero cuyas alforjas se encuentran llenas sólo de pequeñas piedrecillas pulidas por el torrente del Espíritu! Todos los salvamentos de este mundo, tan necesarios como sean, nunca llegarán a ser una salvación. Y esa salvación, por débil e irrisoria que pueda parecer, es la única que salva verdaderamente al ser humano, a toda la humanidad. He aquí la única ‘fuerza del Evangelio’” (“La doctrina social de la Iglesia”, en «Crecer» 35 (1990) 6).

Después de todo, quizás no seamos tan pocos. Después de todo, este sueño, en distintas formas, ya ha comenzado a ser soñado por muchas personas. Paradójicamente, para alcanzar la Iglesia soñada habrá que permanecer atentos en la vigilia del Espíritu, aquella de la mística y el compromiso, del canto y la liberación, de la gratuidad y la justicia, aquella que, como el lector atento se habrá dado cuenta, ya ha comenzado a ser dada a luz entre nosotros.

Koinonía

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